LA TRINITARIZACIÓN
DE LA CREACIÓN
prof.
J. Vives |
PERSONA Y COMUNION DEL
SENTIDO DE LA DOCTRINA TRINITARIA COMO EXIGENCIA DE COMUNIÓN ENTRE DIOS
Y LOS HOMBRES.
Reflexiones
en torno a las páginas 55-70 del libro de G. Greshake Creer
en el Dios Uno y Trino: una clave
para entenderlo . Ed. Sal Terrae, 2002 (original alemán Ed.
Herder, 2000). "Dios
se hace hombre para que el hombre pueda llegar a ser Dios", S.
Ireneo. La
teología oriental ha distinguido desde siempre en su antropología la
imagen de Dios de la semblanza de Dios. La imagen sería el fundamento
objetivo de nuestra divinización, el don que Dios nos ha hecho en la
creación, la identidad recibida pasivamente y inevitablemente sin
participación de nuestra libertad. Todas las mujeres y los hombres, por
el sólo hecho de serlo, somos "imagen de Dios" y, según la
antropología cristiana, no podemos renunciar a esta relación con Dios
que constituye el fundamento último de nuestra identidad personal, de
nuestra ontología. La semejanza, en cambio, no es don recibido
pasivamente sino tarea, vocación a realizar. "Ser semejantes a
Dios" quiere decir ser buenos, perfectos, compasivos como lo es
nuestro Padre. Hace falta la intervención de nuestra libertad, hace
falta que aceptemos orientar nuestra vida según este fin y hace falta
que cooperemos en el día a día con la gracia de Dios para conseguirlo.
Hace falta que digamos "Sí". Entre la humanidad-imagen y la
humanidad-semblanza hay una distancia necesaria y original, previa a la
irrupción del pecado en el mundo. No es una distancia artificial ni
arbitraria. Es ontológica. Es la consecuencia de nuestro "ser
criaturas" llamadas a la comunión llena con el Creador. Esta idea de proceso insertada en el corazón de la creación y de nuestro "ser humanos" nos permite integrar, con las debidas matizaciones, en nuestro marco teológico el concepto de evolución de las especies tal como lo describen las ciencias naturales, el concepto de maduración psicológica y el concepto de progreso social. La realidad creada evoluciona hasta originar un ser capaz de comunión personal con el Creador. Para alcanzar esta comunión, este ser personal también tiene que evolucionar, tiene que crecer actualizando en la semblanza el potencial de su imagen. Este crecimiento individual no culminará hasta que no consiga la comunión con todos los seres creados. Esta comunión de todos los seres creados con Dios es la meta final de la creación. En lugar de nombrarla "divinización" como hace la tradición ortodoxa, Greshake prefiere el término "trinitarización" para destacar que la divinización es un fenómeno comunitario, una unión llena en la diferencia que no obstruye sino que confiere su sentido lleno a cada individualidad. En el transcurso de nuestro seminario y en relación al tema de la consumación de la unión de la creación en Dios surgió la cuestión de la finalidad de la encarnación. ¿Si no hubiera habido pecado, habría habido encarnación? Según la tradición ortodoxa y la tradición franciscana, la respuesta es afirmativa porque el sentido de la encarnación es el cumplimiento de la máxima unión entre Dios y la humanidad. Según la tradición dominicana, la respuesta es negativa porque la encarnación está orientada a la redención, al perdón de los pecados. Lejos de parecerme una especulación estéril sin relación con la realidad que vivo, esta pregunta me afectó cuando la oí en el seminario. ¿Si no hubiera habido pecado, habría habido encarnación? Greshake se decanta claramente por la línea ortodoxa-franciscana y aporta para ilustrarla la narración-parábola de Sören Kierkegaard sobre el rey profundamente enamorado de la mendiga. Según esta parábola, la diferencia ontológica que existe entre nosotros (la mendiga) y Dios (el rey) hace que la unión en la reciprocidad que es propia del verdadero amor no sea posible entre Dios y nosotros a no ser que Dios se incline, se limite, renuncie a su esplendor. El
problema que veo en esta metáfora es que, a diferencia de lo que pasa
con la divinidad de Dios, la realeza del rey no puede identificarse con
su identidad personal: el rey, antes de ser rey es hombre y es en tanto
que hombre que verdaderamente es. Es en tanto que hombre y no en tanto
que rey que puede amar a la mendiga. Al abandonar su realeza por amor a
ella, el rey no abandona su ser más profundo, genuino y verdadero sino
que propiamente lo revela (revela que más allá de "ser rey",
es hombre). La mendiga tampoco se puede definir por su pobreza. Su
pobreza no es su identidad más profunda. Su identidad más profunda es
su humanidad, su "ser mujer". Es en tanto que mujer que puede
amar el rey. La metáfora, además, es un poco sexista y clasista porque
presupone que la mendiga, mujer y pobre, no podría superar su ascenso a
la corte sin sufrir una depresión, y en cambio presupone que el rey,
hombre y rico, sí que puede descender a las barracas sin poner en
peligro su equilibrio emocional (cf. p. 66). Volviendo a la reflexión teológica: ¿no presupone la antropología cristiana, precisamente, que la humanidad en tanto que humanidad es "capax Dei"? (capacidad de Dios)? ¿No es ésta su dignidad inalienable? ¿Qué queda de la identidad humana si le negamos la apertura a Dios, la posibilidad real, en tanto que "criatura", de entrar en comunión con Dios?. La versión ortodoxa-franciscana-Greshake parece más afirmativa de la bondad de la creación, porque está centrada en el amor y no en el pecado. La encarnación es para la divinización. Sin embargo, ¿no niega esta interpretación de forma implícita la calidad de "capax Dei" (capacidad de Dios) para la humanidad? En la metáfora de Kierkegaard, la mendiga "no puede" unirse al rey en tanto que rey. El rey tiene que dejar de ser rey para unirse a la mendiga. Dios tiene que dejar de ser Dios para unirse a la humanidad. La tradición tomista, a pesar de poder parecer más negativa porque pone el pecado como condición para la encarnación, ¿no es en el fondo más afirmativa de la humanidad?. La humanidad tomista es "capax Dei" (capacidad de Dios), puede unirse a su Creador sin que éste deje de ser Dios ni ella deje de ser humanidad. Según
este razonamiento, presuponer que la encarnación es necesaria para la
plena comunión con Dios incluso en ausencia de pecado sería
contradictorio: para poder unirnos a Dios, hace falta que Dios deje de
ser Dios. Ahora
bien, eso es un poco más complicado porque el agente del tipo de comunión
que nos es prometida en Dios es la "persona" y la
"persona encarnada" sigue siendo "persona divina".
Jesús no deja de ser Dios ni esconde su divinidad sino que la revela en
la auto comunicación. Lo que es propiamente divino en Dios no es su
inconmensurabilidad, su dominio del tiempo y del espacio, sino su amor.
Por eso, Dios puede encarnarse sin dejar de ser Dios. Sólo si dejara su
amor dejaría de ser Dios. En la encarnación, Dios no sólo no deja su
amor sino que lo hace más presente que nunca. Por eso, porque se nos ha
sido dado el poder de amar, somos imagen de Dios. Y por eso, sólo
cuando amamos actualizamos la imagen de la semblanza, nos hacemos
parecidos a Dios. Es
decir, así como para el rey de la parábola dejar su realeza no
significa renunciar a su identidad personal, a su "ser hombre",
tampoco para Dios dejar su
majestad sobre el tiempo y el espacio (encarnarse) significa renunciar a
su identidad personal, a su "ser Dios". Si
Dios se puede encarnar sin dejar de ser Dios, entonces el fin último de
la encarnación puede ser la comunión. En la encarnación Dios nos
muestra el rostro, nos dice que nos ama y nos pregunta si lo amamos. Eso
lo podría haber hecho sin dolor antes del pecado. Hipótesis abstracta.
Después del pecado, Dios sólo puede entrar en comunión con nosotros
asumiendo nuestro dolor, sólo nos puede decir que nos ama desde la cruz.
En
el mundo tal como lo conocemos, en el mundo después del pecado, decir
"comunión" equivale a decir "redención". No se
puede amar sin sufrir. No se puede amar sin estar en comunión con Dios
y con su paz. |