La contemplación en el Claustro, como en toda otra circunstancia vital,
es una
manera de vivir la vida humana. Es vivirla como respuesta a un amor,
desde el
deseo hacia la posesión, desde la fe hacia la visión. Dos
acontecimientos
destacados en mi vida me iban a enseñar, mucho antes de consentir a la
llamada de
Dios al Carmelo, que mi existencia sería una existencia
predominantemente
contemplativa. El primer acontecimiento me abrió al AMOR, el segundo al
CONOCIMIENTO, aunque los dos se funden en el primero.
Tenía 12 años. La experiencia de la vida, hasta entonces, era la de una
infancia corriente, con sus soledades y sus sufrimientos, con sus
desconciertos y también con la seguridad de un ambiente normal, sin
grandes dificultades. El encuentro con un maestro de entonces, el
descubrimiento del corazón humano en su último misterio, en su añoranza
de Dios, me lanzó al abismo de un deseo de amor total, absoluto. Abrió
en Mi la herida esencial del amor y la conciencia, clara como un rayo
repentino, no modificada, aunque sí esclarecida y ensanchada después, de
que sólo Dios podía ser mi amor, que El es la única medida que
corresponde al corazón que busca al amor, que lo desea. Desde aquella
experiencia, puntual en su aparición, todo se me ha vuelto transparente,
ya nada está fuera del amor, ya no hay nada profano, nada que no esté
dentro del misterio de amor, nada que no deje traslucir la luz del amor
divino.
El segundo "acontecimiento" interior: cuando tenía 16 años, recuerdo que
un día, yendo
al colegio, en medio del bullicio de la calle de la gran ciudad, me
sentí de repente iluminada o penetrada por una verdad, por un hecho, una
certidumbre que ya jamás me ha dejado: "todos los pensamientos que yo
pueda pensar en toda mi vida tienen y tendrán siempre por término a Dios".
Me sorprendió entonces aquella constatación súbita, inesperada. La iba
rumiando en lo sucesivo y me llevaba a otro convencimiento: que todo
pensamiento empezaba también en Dios. Estas dos experiencias ilustran o
explican para mí lo que es la contemplación en el Claustro. Es una vida
en la que el amor y el conocimiento, el deseo y el pensar, todas las
energías más profundas de la persona, convergen en la actitud del que
mira y se deja mirar por Dios, del que sale de Dios sin salir para
volver a El en todo momento, del que está en continuo movimiento de dar
y recibir; en una palabra: del que participa con todo su ser, libre y
conscientemente, en la comunicación del amor, en la danza de la
Trinidad. Creo que para la contemplación en el Claustro se necesita "la
vocación", es decir, la firme e inquebrantable convicción de que Dios
llama concreta y explícitamente, con signos inconfundibles, a esta
manera de vida cristiana y a este modo de contemplación cristiana.
Los signos varían en cada persona, pero deben existir para dar solidez a
toda una vida en este marco concreto, que reduce al mínimo el espacio
vital sin atentar contra la anchura y lo vasto del mundo interior. Esto
sólo es posible vivirlo cuando realmente Dios ha ensanchado este mundo
interior, dando una facultad peculiar, natural y sobrenaturalmente, para
participar en esta propiedad divina de la que habla Holderlin en su
frase arriba citada. Sin esta vocación concreta, lo "más pequeño" de la
vida monástica ahoga, y "lo más grande" dispersa y diluye.
Recuerdo que un sacerdote nos dijo, hablando de Santa Teresa, que se
necesitaba "un mundo interior rico de imágenes" para llenar la vida que
la Santa de Ávila había inaugurado Esto como "equipaje" natural de esta
vocación contemplativa.
No creo que se desconozca más la contemplación en el Claustro que la
contemplación en sí, puesto que es la misma que en cualquier otra vida
cristiana. Esencialmente, es la que todo cristiano debe vivir: la
búsqueda de Dios, el estar con Jesús, el seguirle y anunciarle, el
saberse enviado por su Espíritu, el permanecer en unión de amor con
Jesús. Lo que se desconoce a menudo es la forma de vivir esta
contemplación en una vida claustral. Muchas veces hemos sido las monjas
mismas las que hemos dificultado el conocimiento de nuestra vida por
mantener formas y apariencias ininteligibles para la mentalidad de hoy.
Otras han sido y son la superficialidad y la indiferencia las que han
puesto barreras que impiden conocer y comprender la vida contemplativa
claustral.
2. ¿QUE TIPO DE VIDA ALIENTA?
La vida del Claustro, del Carmelo en concreto, es una vida en ORACIÓN,
SOLEDAD y FRATERNIDAD, conjugadas en un sano equilibrio que ayuda a
fomentar la contemplación, la "respiración" del alma en la presencia de
Dios.
2. 1 La oración, en sus diversas formas, revela esta manera de
existir de la persona contemplativa.
La liturgia nos introduce en el misterio de Dios, en la Salvación; nos
anticipa la alabanza perenne del cielo; nos hace tocar ya con el dedo la
felicidad del cielo, la bienaventuranza definitiva. La liturgia alimenta
la contemplación haciendo presente la persona de Cristo, el amor hacia
el que tiende todo nuestro ser; nos introduce "sensiblemente", en fe, a
través de los signos sacramentales, en la fiesta de la Trinidad, y da a
pregustar la posesión de Dios, eminentemente la liturgia eucarística.
En la oración silenciosa, la actitud contemplativa se hace sentir o se
hace consciente en
el silencio de la fe, en la escucha perseverante de este silencio de
Dios, que es su Palabra y que es lo único que el alma desea, espera y
escudriña. Lo que se sabe, las palabras humanas, de la teología o de
otras fuentes de ciencia o sabiduría, son servidoras de esta única
Palabra, y en la oración contemplativa suelen cesar, se quedan en el
umbral, no entran en el santuario del alma, han hecho su función a su
tiempo y dejan luego el espacio del corazón libre e iluminado, limpio y
vacío, para recibir, acoger la Palabra. Jesús es la oración del
contemplativo El es la única palabra que penetra los cielos, "la oración
corta" de la que habla San Juan de la Cruz.
A menudo, la oración silenciosa y solitaria del contemplativo es lugar y
espacio de
pasión, de muerte y resurrección. La perseverancia en el vacío
experimentado, el silencio insistente de la Palabra, el deseo de oír su
respuesta a nuestra angustia, soledad o miedo, es una pasión, es una
muerte que puede durar años y años, es el ambiente corriente y
prolongado de la contemplación en el Claustro. La resurrección vivida en
una concreta "visita" del Señor que hace experimentar el gozo y el
anticipo de la unión con Dios, a la vez acrecienta el deseo, aviva la fe
y el amor, pero no hace desaparecer la oscuridad habitual. Hace vivir la
oración como una añoranza que aumenta cada vez que se ha gustado algo de
la Presencia, de la Palabra. La oración no se limita a los tiempos
explícitos de la liturgia y la oración particular. Llena todo el tiempo.
Día y noche está meditando la ley del Señor quien se sabe llamado a la
contemplación en el Claustro. La oración es aire que se respira; es la
actividad que lo llena todo, que da sentido a todo; es la manera de ser
y estar del que vive en el Claustro. Todas las ocupaciones de la vida no
pueden llegar a apagar o enterrar esta luz siempre ardiente en el
interior y siempre despierta, porque es Dios mismo quien la tiene en
vela, es su Espíritu el que ora dentro de nosotros e irrumpe en la
conciencia cuando quiere y como quiere, aunque no se esté en explícita
actitud orante.
2.2. Soledad.
La contemplación hace al hombre solitario. Ella llena el alma, llena
todas las facultades de la persona, sobre todo el amor, el entendimiento
y la memoria. Ser contemplativo es saberse siempre en compañía del Amado,
del Señor; es a la vez experimentar el creciente deseo de esta compañía,
disfrutarla, profundizarla, dejarse llenar por ella. Y esto lleva
consigo el deseo de la soledad. Hay una zona de los deseos, de las
aspiraciones, de las energías del corazón, que sólo se abre en la
soledad, ante Dios mismo; en la que incluso somos extraños a nosotros
mismos, pero presentimos que en él somos totalmente conocidos y
transparentes y, por tanto, amados en su misma luz y su misma verdad.
Desde esta soledad, a la que nos conduce la contemplación del Único,
escuchamos de lejos, pero con inmediatez, la soledad y el silencio de la
creación; nos damos cuenta de su existir en el mismo misterio que nos
envuelve y nos anima a nosotros. El marco pequeñísimo de la vida del
claustro afina la sensibilidad por la presencia silenciosa y solitaria
de todas las cosas. El
cielo, los pájaros, las plantas, las piedras, la tierra, las flores, el
mar, las nubes, la lluvia y el sol, los animales, el día y la noche, el
frío y el calor, el viento y la tormenta, son presencias que simbolizan
nuestra soledad, nuestro propio silencio, y a la vez les damos sentido
en solidaridad con ellos ante el Creador. La contemplación debería
despertar en nosotros un respeto grande ante la creación, una veneración
que no es
ecologismo de moda, sino que tiene que ver con aquella transparencia que
tienen todas las cosas para quien ha sido mirado por Dios y mira con los
ojos de Dios.
2.3. Fraternidad.
La contemplación en el Claustro alienta en grado eminente la fraternidad,
sin la cual la contemplación no seria una actividad cristiana.
Fraternidad en Jesucristo, que es el contenido de la contemplación.
Desde ella miramos el mundo y la historia Desde ella nos acercamos a
ellos. Cristo, Dios, es el camino más corto entre los seres humanos.
Esto se vive, se realiza, en la contemplación cristiana. El marco del
Claustro no puede ser jamás un impedimento a esta fraternidad. No
podemos estar en la presencia de Dios como cristianos si no estamos en
ella con todos los hermanos y hermanas de todos los tiempos, sobre todo
del nuestro No puede haber nada que interese o angustie o esperance a
los hombres (en el terreno de la ciencia, de la cultura, del arte, de la
convivencia) que nos sea indiferente.
La contemplación es, en cierto sentido, ignorancia, porque sólo quiere
saber una cosa: "Cristo, y éste Crucificado". Pero esto entendido como
último contenido de todo otro saber, penetrando todo saber hasta llegar
a ese núcleo que es Cristo Crucificado y Resucitado. Nada sirve como fin,
pero todo puede ser camino, todo puede ser penetrado por la luz de la
actitud contemplativa, luego amorosa, y respetuosa para encontrar en
todo el misterio de Cristo presente y operante. Nuestra participación en
la ciencia, en la cultura, en el arte, es nula si se la valora con
criterios de eficacia y utilidad inmediata y materialista. La historia
del Carmelo tiene sus páginas oscuras en las que se ha entendido al
revés la postura de Santa Teresa frente a la cultura. Hoy creo que
estamos en un momento decisivo para vivir, revivir desde la
contemplación y redescubrir desde ella, la profunda fraternidad con
todos los hombres y su destino y nuestra inserción en la cultura a
nuestro modo modesto.
Nos pueden ser ejemplo los monjes de la Edad Media, que sabían conjugar
"el amor a las letras y el deseo de Dios" de una manera admirable. Se
trataría de una cultura que se podría definir como la sabiduría de la
persona humana de existir en el mundo en armonía con toda la creación,
volviéndola transparente por una relación desapegada e informada por el
constante diálogo con el Creador, el Dios y Padre de Nuestro Señor
Jesucristo. Así lo vivieron San Juan de la Cruz y Santa Teresa y así lo
testifican sus vidas y sus obras.Si afinamos la inteligencia y la
cultivamos; si nos hacemos sensibles a las expresiones artísticas de los
hombres, a la búsqueda de lo trascendente de tantos hermanos nuestros,
esto no nos apartará de lo único necesario, sino, bien al contrario, nos
avivará el deseo de Dios.
La cultura no sacia, sino que estimula este deseo. Está orientada al
amor de Dios, surge del desprendimiento total que purifica el corazón y
le hace capaz de ver a Dios en la belleza, en la verdad escondida en la
Creación. Cada pensamiento, cada estudio o.actividad artística, estará
así al servicio de Dios para comunicar la Verdad y el Amor, pertenecerá
al Espíritu, que es Comunicación. En esta cultura, lo que no se puede
decir o expresar está siempre presente como trasfondo de lo que se
expresa y se comunica.
Queda por decir lo más importante tal vez en este momento: la
fraternidad con los pobres de este mundo. La contemplación en el
Claustro debe tener una relación estrecha con los pobres. No basta la
vida sencilla y austera en la que se desarrolla la vida contemplativa.
No es suficiente el voto de pobreza, el compartir en casos concretos, la
ausencia de lujo material, de comodidad y consumismo. Es una pregunta,
la de la solidaridad nuestra con los pobres de la tierra, que no tiene
respuesta para mí y que me deja siempre con una dolor y con un
remordimiento en el alma. Lo primero que me urge es vivir mi pobreza
radical ante Dios, conocida a través de la contemplación cada vez más
profundamente, dejarme poseer por El y que El disponga de mí; y segundo,
hacer efectivamente, materialmente, todo lo que esté en mi mano para
vivir compartiendo todo con las hermanas en la comunidad y con todos a
los que llega nuestro contacto. Vivir el desprendimiento radical de todo
(que no es nada fácil, sobre todo en nuestro estilo de vida, en contra
de lo que a veces precipitadamente se afirma) sólo es posible en la viva
relación amorosa con Dios y en el seguimiento y comunión con Jesús pobre
y crucificado.
La solidaridad con los pobres de este mundo tiene que pasar por Cristo.
Dejarnos identificar con El; por E1 nos acercaremos verdaderamente a los
pobres y percibiremos la revelación que nos hacen de Dios. La
contemplación en el Claustro es una escuela en la que se aprende a ser
sin tener y a vivir sin aparentar, con la firme esperanza, que da luz y
consuelo, de que Dios puede disponer de nosotros y lo hará por amor y en
beneficio de todos de la mejor manera, inimaginable por nosotros.
La fraternidad universal se concreta en la convivencia de la comunidad,
vida de trabajo y de gratuidad. También aquí la contemplación es el poso
desde donde nace y se nutre toda relación fraterna. La cuotidianidad de
la vida monástica, su simplicidad, su irrelevancia, es el ambiente
necesario para verificar la autenticidad de la vocación contemplativa,
de la vida de oración. El vivir y convivir se realiza desde la
experiencia esencial de convivir con Dios.
De ahí un respeto, una veneración, una gratitud peculiar al tratar con
los hermanos, una capacidad de silencio reverente ante el misterio del
otro, una generosidad ante la libertad del otro y admiración por la
forma de estar presente Dios en el otro.
Al mismo tiempo, es una ocasión de absoluta verdad en la propia vida. El
estar con las hermanas en comunidad pone al descubierto la verdad propia,
la que en la contemplación vamos conociendo poco a poco, pero que
necesita que nos la encontremos como llegada desde fuera, desde el
contacto con el hermano, la hermana. Santa Teresa nos lo dice con toda
sencillez y claridad: "...porque poco me aprovecha estarme muy recogida
a solas, haciendo actos con nuestro Señor, proponiendo y prometiendo de
hacer maravillas por su servicio, si en saliendo de allí, que se ofrece
la ocasión, lo hago todo al revés". (Moradas 7, cap. 4,7) y en otro
sitio: "Cuanto más santas, más conversables". (Camino, cap. 41,7). Y se
podría añadir: cuanto más contemplativas, más trabajadoras.
El trabajo en la vida del Claustro es el lugar donde la monja conjuga el
"ya y todavía no", el"ya" de la contemplación en la que anticipa la
actividad de la vida bienaventurada, la visión en la posesión del amor
total, y el "todavía no" de la condición terrena que necesita del
sustento del cuerpo, de la edificación de la ciudad terrena, la
participación en la creación por el trabajo.
Santa Teresa quería que el trabajo no absorbiera toda la atención de la
monja, sino que fuera de tal naturaleza que dejara el espíritu libre
para tenerlo atento a Dios.
Hoy tal vez hay que añadir que no sea excesivo; es decir, que también en
el Claustro hay que estar alerta ante el peligro de convertir el trabajo
en algo agobiante, forzadas por la necesidad o bien por dejarnos apresar
por el imperativo de la "productividad" que engendra y al mismo tiempo
es hija del consumismo.
Todo esto son aspectos del amor fraterno en la comunidad, frutos de la
contemplación. La fiesta lo es de un modo eminente, porque en ella
contemplación y el amor fraterno se funden en el esplendor -por sencillo
que fuese- del gozo de tocar en cierta manera, ya desde ahora, la
armonía del amor indisoluble, divino-humano.
Es donde los sentidos participan de la contemplación, donde los sentidos
expresan lo inexpresable, lo inefable en pequeñas, modestas, pero
auténticas creaciones artísticas, literarias, musicales, etc. No sé
decir bien lo que es; es algo que sólo viviéndolo se entiende, que es un
don que se recibe de Dios y que, al igual que la contemplación, nos pone
directamente, dentro del clima de fraternidad, en contacto con El.
Las pequeñas fiestas caseras del Carmelo son manifestaciones de la
contemplación vivida en la oscuridad de la fe y del amor fraterno,
vivida en la fidelidad de cada día, revestidos por momentos del
esplendor de la gloria definitiva del Amor. Esto suena tal vez muy
idealista y poco real. Creo que es real en la medida que lo vivamos no
como adquisición de nuestro esfuerzo e "industria", sino como don
gratuito del Señor Jesús, que está en medio de nosotros, glorioso como
Resucitado, y que nos hace participar, ya desde ahora, de esta gloria en
fe y esperanza amorosa.
AMISTAD COMUNITARIA:
Dentro de la vida comunitaria, Dios nos puede hacer el regalo de la
amistad. La contemplación y la amistad son dos dones divinos que tocan
lo más profundo del ser humano, que convergen en lo más hondo, allí
donde todo está abierto hacia el otro, donde nace la esperanza y el
anhelo del Tú para poder ser plenamente yo. La contemplación es la
amistad con Dios; la amistad entre los hombres, si es auténtica, es
participación de la contemplación divina. Santa Teresa dice que en sus
comunidades todas han de ser amigas, todas se han de amar (cf. Camino,
4,7).
Desde la contemplación, desde la común mirada hacia el mismo Señor,
desde la experiencia del Tú divino que nos ha llamado, nos acercamos a
las hermanas, a su propio, único e irrepetible modo de ser amiga de Dios,
y en El nos sentimos amigas. Pero, junto con esto, que debe ser entre
todas las hermanas y a lo que nos podemos dirigir con nuestro esfuerzo y
con el deseo, está este don inefable de encontrar, o de re-encontrar, al
amigo justamente en lo más profundo de la propia experiencia de Dios,
allí donde nadie puede poner la mano en nuestra alma y donde, sin
embargo, reconocemos la presencia del hermano, de la hermana.
La experiencia de una amistad que revela a la vez que nace de la
absoluta proximidad de Dios en el alma, donde el AMOR absoluto invade
todo nuestro ser en presencia y al unísono del ser del otro, igualmente
invadido por este AMOR. Creo que la contemplación es el suelo
privilegiado de estas amistades, porque es el suelo del único e
indivisible amor. Dios es amistad.
3. ¿Qué servicio supone para la Iglesia y para el mundo hoy?
La vida contemplativa recuerda constantemente a la Iglesia lo único
necesario hoy y siempre. Puede ser un lenguaje inteligible, inmediato,
que hable de Dios cuando la palabra "Dios" parece que en algunos
despierta desconcierto o malestar.
Recuerda simplemente la vida de fe, esperanza y amor; la radical
orientación del hombre hacia Dios siguiendo a Jesús, que vivía en
ininterrumpido diálogo con el Padre, cuyo alimento era la voluntad del
Padre, cuya soledad era solidaridad con el Padre y con los hermanos. La
comunidad monástica presenta a la Iglesia su propia sangre, reunida en
nombre del Señor Jesús, para anunciar la Buena Nueva a todos los hombres.
Este anuncio se hace de un modo peculiar desde la oración, el silencio y
la soledad, y por el anticipo, en el estilo de vida, de la realización
de la salvación, la forma de vida escatológica ya desde ahora, aunque
veladamente, pero visible para quien quiera ver. Recuerda a la Iglesia
que toda tarea pastoral debe tener por meta la unión de las personas con
Dios, la vida en El, la felicidad en El, la alabanza y la acción de
gracias, la plenitud de todas las aspiraciones del alma humana
El servicio que la vida contemplativa puede prestar hoy al mundo nuestro
occidental es el de presentar una alternativa a la locura en la que vive
y se desvive nuestra sociedad.
Decir a los hermanos que es posible una vida humana plenamente lograda
en un marco sencillo, austero, pero que responde a los deseos y anhelos
más profundos del hombre; en definitiva, a la trascendencia que todos
tenemos como último fondo dentro de nosotros. Ser comunidades que acojan
a todo el que se acerca al monasterio, donde todos encuentren quien los
escuche con amor, con atención, con cercanía respetuosa, y les haga
presentir la ternura de Dios, el calor del fuego del amor divino y el
refrigerio del divino consuelo, traducidos en una verdadera solidaridad
que es posible en Cristo,que es creativa en los medios y las formas de
expresarse y realizarse. Aquí queda todo un campo de acción por
explorar, sobre todo para nosotras, las carmelitas. Con fidelidad al
carisma de Santa Teresa, con obediencia al magisterio de la Iglesia y
con la libertad que da el Espíritu de Jesús, debemos ser valientes en
buscar formas nuevas y dejar las caducadas. Seguras ya desde ahora de
que la meta es Cristo, su Reino, no puede haber error, aunque se asuma
el riesgo que supone todo camino.
4. ¿Qué servicio supone para la causa del Señor?
La contemplación en el Claustro subraya la actividad de Jesús orando
solo al Padre, durante la noche. Es la actividad que precede y acompaña
a toda otra actividad de Jesús: el envío de los discípulos, la acogida
de las multitudes, los signos y prodigios que obraba y, finalmente, la
suprema actividad de su Pasión y muerte. Si Jesús culminó toda su acción
en la Pasión; si en la total inactividad de la cruz redimió a los
hombres y los reconcilió con el Padre; si obró entonces el prodigio
máximo de toda su existencia, entonces la forma de vida claustral,
pobre, obediente y casta, recibe de ahí su sentido, comparte con Jesús
la Pasión, el ocultamiento en la cruz, su aparente fracaso e ineficacia,
y participa en la victoria sobre la muerte en la resurrección. Desde ahí
colabora en la causa del Señor, desde su simple existencia. Desde ahí
también puede ser llamada por el Señor y debe estar atenta a esta
llamada, para hacerse presente en las jóvenes iglesias, donde la vida
contemplativa todavía no ha encontrado su expresión visible comunitaria,
sacramento de la actitud contemplativa de toda la iglesia local (cf.
Concilio Vaticano II, Ad Gentes, n. 18). El hecho de que Santa Teresa
del Niño Jesús haya sido declarada patrona de las misiones subraya esta
faceta misionera de la vida contemplativa, ya sea vivida en los sitios
de vieja cristiandad, ya sea en el Tercer Mundo, y también (de modo
peculiar hoy) en las sociedades descristianizadas del primer mundo
Conclusión.
Todo lo escrito no es más que un pobre intento de transmitir algo de lo
vivido y algo de lo deseado; la vida siempre queda detrás del deseo, y
lo que dicen las palabras queda detrás de la vida. El deseo es toda la
riqueza de la vida contemplativa; en él nos acercamos a Dios,
preguntamos su posesión y dejamos atrás todo lo que no es El.
El deseo es más que las realizaciones pequeñas y mezquinas muchas voces,
es la luz que ilumina lo gris y lo oscuro de la cotidianeidad e incluso
del pecado. Y este deseo se traduce en todas las actividades de la vida
contemplativa, está presente en todo y le confiere un secreto y
misterioso resplandor que hace de ella una aventura apasionante y una
luz que brilla en la noche del exilio.
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